En los últimos 12 meses, en las Américas deberíamos haber vivido una fiesta democrática. Desde la Asamblea de México, la mayoría de la población del continente fue convocada para ir a las urnas.
Pocos días después de aquella reunión de noviembre de 2023, Argentina definía en segunda vuelta su larga elección presidencial. Y semanas después asumían Daniel Noboa, en Ecuador, y Bernardo Arévalo, en Guatemala, este último tras superar una dura crisis política.
En lo que va de este año, entre los cerca de 100 países de todo el mundo que votaron o aún deben hacerlo para elegir presidente, hubo varias naciones americanas; entre ellas, dos de las más pobladas: Estados Unidos y México.
Este último país, así como El Salvador, Panamá, República Dominicana y Venezuela, ya se pronunciaron, aunque a veces con severos condicionamientos. Y en pocos días más, lo harán Uruguay y Estados Unidos.
Hoy podremos disfrutar de la visión de Marty Baron, exeditor de The Washington Post, sobre cómo se llega a esta elección clave en la principal potencia del continente y qué impacto puede tener un eventual triunfo de Donald Trump sobre la institucionalidad y sobre la libertad de prensa, en su país y en el resto del continente.
También Costa Rica y Brasil, otro de los gigantes americanos, tuvieron elecciones municipales, y Chile elegirá autoridades locales en menos de 10 días.
Esta intensidad y masividad comicial, y el hecho de que las Américas no registren conflictos bélicos desde hace años, puede hacernos hablar de "fiesta democrática". Pero cuando revisamos el escenario, vemos que eso es apenas una ilusión.
Que junto a las razones para celebrar la continuidad institucional, hay sobrados motivos para preocuparnos por el deterioro de la democracia. Y que este debilitamiento del sistema político tiene estrecho vínculo con la escalada de ataques a las libertades de expresión y de prensa.
Como reflejan nuestros informes, se producen combates, batallas solapadas pero muchas veces sangrientas, devastadoras y que tienen efectos similares a las de las guerras tradicionales: frenar el desarrollo, sumir a los habitantes en la pobreza, forzar a miles de personas al exilio.
Los ataques son fruto de gobernantes autoritarios que no aceptan disidencias, que persiguen a quienes no se resignan a callar ante el atropello, la corrupción, el espionaje interno.
América es cada vez más un territorio de democracias imperfectas o deficientes. Pero además, cada año se suman más países a la lista de regímenes híbridos, con líderes autoritarios, y están ya consolidadas tres claras dictaduras (Venezuela, Nicaragua y Cuba), donde ya no puede hablarse de libertades ciudadanas.
En los seis meses transcurridos desde nuestra reunión de medio año, lamentamos la muerte de cuatro periodistas, tres en México y uno en Colombia, y nada se sabe del paradero de una reportera en Nicaragua.
El número de asesinatos es menor a los siete que registramos entre noviembre de 2023 y abril de 2024. Pero marca la continuidad de una violencia estructural que no encuentra fin. Y para la cual tampoco se logra erradicar la impunidad.
Varios periodistas ecuatorianos debieron salir del país por ataques de funcionarios públicos y del crimen organizado. Y en Haití hay violencia generalizada, perpetrada por bandas sin control, lo que torna casi imposible reportear desde las calles de ese país e impide que la población se informe.
El contexto electoral al que hacíamos referencia no sólo no generó una tregua en la ola de estigmatizaciones y ataques contra periodistas y medios –como sería deseable para permitir un debate ciudadano plural– sino que en plena etapa previa a los comicios hubo picos de agresiones de parte de candidatos, seguidores o fuerzas policiales.
Este hostigamiento contribuyó, así, a contaminar aún más un discurso público ya seriamente viciado por la circulación de datos deliberadamente falsos, lanzados a las redes sociales y artificialmente viralizados para manipular a la opinión pública, alterar resultados electorales y desacreditar a opositores.
En Argentina, el nuevo presidente Javier Milei no cesa en sus diatribas contra periodistas y medios, con un discurso que emula los de Trump y Nayib Bukele, de El Salvador. Pero desde el otro costado ideológico lo mismo hace Gustavo Petro, en Colombia. O, desde una posición más de centro, Rodrigo Chaves, en Costa Rica. La prensa es el blanco elegido por estos líderes intolerantes a las críticas y el disenso.
La violencia contra los periodistas es un problema recurrente en Bolivia y Perú, mientras que en Estados Unidos y Canadá se registraron ataques y arrestos contra quienes reportaban protestas por la guerra en Oriente Medio.
El ejemplo extremo entre los países que convocaron a las urnas fue Venezuela, donde se intensificó el bloqueo a sitios de medios periodísticos, plataformas y redes sociales y se registraron numerosas agresiones físicas y verbales contra periodistas que informaban sobre el proceso previo a los comicios o difundían las protestas tras el fraude montado por el régimen de Nicolás Maduro.
Más de una docena de periodistas fueron detenidos de manera arbitraria y acusados de terrorismo e incitación al odio. Y unas ocho estaciones de radio fueron cerradas por Conatel, el ente regulador de comunicaciones.
En Cuba, desde julio de 2021 continúa en prisión Jorge Bello, mientras se multiplican detenciones temporales y arrestos domiciliarios, y en Guatemala la Justicia demora la liberación de José Rubén Zamora, detenido desde julio de 2022, pese a fallos a su favor en algunas de las causas que se le iniciaron. Y en este país centroamericano hay aún más de una decena de periodistas exiliados por persecución política del gobierno anterior.
También en El Salvador, donde el presidente Bukele forzó la interpretación constitucional para lograr su reelección, se multiplicaron los acosos, las estigmatizaciones y las amenazas a reporteros. Igualmente, los casos de espionaje y el bloqueo del gobierno a las redes sociales, como lo registró una misión conjunta de la SIP y el CPJ.
En Nicaragua, como en Venezuela, se sigue condenando al periodismo independiente a la extinción y el ostracismo. El régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo continúa "depurando" el sistema político y cerrando el cerco de las libertades de expresión y de prensa. La metodología reitera el camino elegido meses atrás y que ya practica Cuba desde hace años: encarcelar a periodistas y dirigentes sociales o políticos y luego deportarlos.
En la primera de las actividades de hoy, luego de esta apertura, hablaremos del periodismo en el exilio y la necesidad de resiliencia y unidad para seguir informando. Y luego entregaremos el Gran Premio Libertad de Prensa simbólicamente a las decenas de reporteros que debieron desplazarse internamente o salir de su país por persecuciones o amenazas. Además de Nicaragua, Venezuela y Cuba, también en Honduras y Ecuador. Asimismo, expondremos los proyectos que impulsamos desde la SIP para ayudar a estos colegas a reinsertarse en la vida laboral.
En Cuba, como decíamos, las persecuciones son cotidianas. En septiembre hubo una nueva ola represiva en contra del periodismo independiente, y el régimen mantiene la prohibición de salida a varios reporteros, salvo que estos decidan emigrar en forma definitiva.
En agosto se prohibió todo tipo de medios privados en el país, se reforzó el control oficial de internet, se decomisaron equipos, se redujo la velocidad de conexión disponible y se acentuaron mecanismos de vigilancia y seguimiento.
En esta jornada escucharemos a referentes de distintos países que nos hablarán de los principales problemas que afectan la libertad de informar del periodismo y, por ende, el derecho de la ciudadanía a mantenerse informada.
En una de las mesas se abordará el tema del apagón democrático y su impacto en las libertades de expresión y de prensa, y en otra, el accionar impune del crimen organizado.
Luego del almuerzo habrá otro momento de alto valor simbólico, cuando entreguemos el Gran Premio Chapultepec al Comité para la Protección de Periodistas (CPJ), por su trabajo de años en defensa de quienes son perseguidos y amenazados en el mundo entero.
Y antes de cerrar la jornada, presentaremos una nueva edición del Índice Chapultepec de Libertad de Prensa en el continente, que marca este deterioro del entorno para el ejercicio de la actividad.
Hablando de presentaciones, los invito a que descarguen –mediante este QR que aparece en pantalla o los que verán en la salida de esta sala– un documento que elaboramos desde la Comisión de Libertad de Prensa e Información sobre la base de algunos de los puntos de fricción más recurrentes en el relacionamiento de gobernantes con periodistas y medios de comunicación: trabas generalizadas para el acceso a información pública, acoso financiero y judicial con demandas millonarias a periodistas y medios (como en Bolivia, Ecuador, Panamá, Perú y Paraguay), estigmatizaciones, debilidad de los mecanismos de protección (como en Honduras, Ecuador y México), uso discriminatorio de la publicidad oficial.
Como decimos en la introducción de esos Estándares, las relaciones entre quienes gobiernan y el periodismo nunca han estado exentas de tensiones, pero en los últimos años esa interacción viene derivando en una abierta confrontación. Eso no es extraño en gobernantes que practican el autoritarismo y son censores por convicción. Pero, como vimos, la misma actitud suele surgir de gobernantes que se proclaman democráticos.
Ante esta generalización, levantamos nuestra voz: los discursos oficiales que estigmatizan el trabajo periodístico no son neutrales ni pueden ser considerados una estrategia más de construcción política. Porque en general son el preámbulo para la censura directa, violencia y persecuciones contra comunicadores y directivos de medios de información.
Al abordar la encrucijada democrática actual en su libro Infocracia, el filósofo coreano Byung-Chul Han recupera la diferenciación que cuatro décadas antes hacía Michael Foucault, entre el derecho que tiene todo ciudadano a expresarse libremente (en griego, la isegoría), y un valor esencial para la existencia de una democracia: la parresía, el valor de buscar y decir la verdad, a pesar de los riesgos ello supone. Por ello, lo define como un verdadero acto de coraje, de valentía. La valentía de atrevernos a decir la verdad.
Sigamos ejerciendo ese derecho y ese deber ciudadano, pese al embate autoritario.