En un bolsillo interior, un manojo de cinco llaves sujetas a un llavero Victorinox de acero inoxidable. Las llaves de su casa. Su orgullo. Su herencia. El fruto de años de deudas con el banco y de sobrevivir con el salario de periodista. De esa casa conocía cada clavo, cada grieta, cada rincón intervenido con sus manos.
Cada cerradura contaba una historia: el candado de la calle lo abría una Yale con restos de pintura roja; la verja, una llave con dos muescas paralelas; la puerta principal, una alargada con manchas blancas. Las otras dos, más pequeñas, abrían el portón interno y el candado de la cochera.
Recorrió los más de 200 kilómetros de Managua al puesto fronterizo de Las Manos, colindante con Honduras, oyendo el tintineo metálico de las llaves al fondo de la mochila. Ya del otro lado, agotado tras esquivar soldados y policías, las sacó y las guardó en el bolsillo del jean. Desde entonces, ese sonido lo acompañó por miles de kilómetros, hasta establecerse en un condado al este de Los Ángeles.
Allí, por primera vez, las colgó en el llavero de su nuevo hogar. Y entonces lloró. Lloró con la certeza desgarradora de que quizás nunca volvería a usarlas.
Crónica de cada cosa en la maleta
En noviembre de 2024, durante un taller de pódcast para periodistas exiliados en la Casa para el Periodismo Libre, en San José, alguien compartió la historia de un comunicador que, al huir del país, eligió llevar una única pertenencia: una foto familiar guardada dentro de una Biblia. Era la última imagen junto a su familia, tomada en Navidad de 2021.
A partir de ese testimonio, se preguntó a otros exiliados qué objetos llevaron consigo y qué significaban. La respuesta fue conmovedora: llaves, peluches, botas, cámaras de video… cada objeto cargaba una historia de amor, dolor y memoria.
Algunos nombres en esta crónica han sido cambiados por petición expresa, para proteger a las familias que permanecen en Nicaragua y que siguen siendo blanco de represalias.
“Castro” recuerda el valor simbólico del tintinear de sus llaves: “Era una promesa que me repetía cada día”, dice, con los ojos al borde del desborde.
“Lucía”, una adolescente de 14 años que huyó junto a su madre periodista, eligió tres peluches de su infancia. No pudo llevar la guitarra, la flauta, ni sus libros o acuarelas. “Ya no juega con ellos, los tiene como en un altar, entre pósters de sus cantantes favoritos. Es su forma de recordar que fue feliz, aunque ahora esté lejos de su casa”, explica “Carmen”, su madre.
También está Óscar Navarrete, fotógrafo de La Prensa, quien aún conserva las botas, la mochila y el gorro que llevaba al cruzar la frontera. “Cada huella en mis botas es una historia de lucha”, dice.
Ana, médica y activista feminista, guarda intactas las zapatillas deportivas con las que fue expulsada por una patrulla en Peñas Blancas, frontera con Costa Rica. “Con ellas fui a muchas marchas. Con ellas volveré”, afirma con firmeza.
El joven poeta y periodista José Cardoza trajo consigo una cámara Kodak heredada de su abuelo. “Aprendí a comunicarme con esa cámara antes de poder hablar. Hoy me conecta con la memoria de mi familia”, compartió.
Y “Raúl J.” guarda una foto de la última Navidad con sus abuelos, tomada un mes antes de partir. Ambos fallecieron dos años después. “Es doloroso, pero esencial para no olvidar”, dijo con voz baja, intentando contenerse.
Nadie se va porque quiere
El 30 de octubre, Linda Núñez, socióloga y coordinadora de Educación y Memoria del Colectivo de Derechos Humanos Nunca Más, presentó en San José el informe Nadie se va porque quiere. Voces desde el exilio, una investigación de Eduardo González Cueva y María Alicia Álvarez basada en los testimonios de 40 personas desplazadas por la represión.
El estudio, apoyado por la Iniciativa Mesoamericana de Defensoras de Derechos Humanos y American Jewish World Service (AJWS), documenta cómo la persecución del régimen ha forzado a huir a miles: activistas, opositores, periodistas, defensores de derechos humanos. La represión que siguió a las protestas de abril de 2018 fue el punto de quiebre.
Más de 800,000 personas han salido del país. Algunas huyeron tras amenazas de muerte, otras tras detenciones arbitrarias o vigilancia constante.
El 45% de los entrevistados logró preparar mínimamente su salida. El 55% huyó sin más que lo puesto. La experiencia del exilio, señala el informe, fractura proyectos de vida, separa familias, arrasa con la estabilidad y deja una herida que no cierra.
Los relatos describen angustia, culpa, ansiedad y estrés postraumático. Muchos, además, enfrentan xenofobia y discriminación en sus países de acogida, sin acceso a apoyo psicológico.
Aun así, el 87.5% sueña con regresar. Aunque saben que volverán a una Nicaragua distinta.
“Este informe documenta crímenes de lesa humanidad. El régimen Ortega-Murillo ha destruido no solo a individuos, sino también sus entornos”, denunció Núñez. Entre los testimonios, uno resalta: un exiliado guarda la llave de su casa como símbolo de la esperanza. “Solo pasa el cuerpo, pero el alma se queda del otro lado”, dijo.
Velero y ancla
Los objetos que los exiliados cargan no son solo recuerdos: son veleros que los empujan hacia adelante y anclas que los atan a lo que fueron. Así se lo explicó la psicóloga mexicana Perla Guerra a “Castro”, cuando este le preguntó por el significado emocional de sus llaves.
“Un objeto es un tesoro si te da esperanza y consuelo. Si te causa sufrimiento, quizás no has sanado lo suficiente”, le dijo.
Especialistas coinciden en que esos objetos ayudan a elaborar el duelo migratorio, mantener la memoria y reconstruir identidades rotas por el exilio. Pero advierten que el apego excesivo también puede obstaculizar la adaptación.
“Carmen”, madre de “Lucía”, recibió la recomendación de observar con atención cómo su hija interactuaba con sus peluches. “Pueden ser fuente de consuelo, pero si hay un apego desmedido, hay que crear un entorno que le brinde seguridad sin quedar atrapada en el pasado”, le aconsejaron.
En diciembre de 2024, la periodista mexicana Patricia Mayorga —desplazada por la violencia en Chihuahua— compartió su experiencia en un encuentro sobre migración en San José. Pidió a los asistentes llevar consigo los objetos que habían cargado en su éxodo y contar sus historias.
Llaves, mochilas, fotos, amuletos, libros… se amontonaron sobre la mesa, cada uno con su carga emocional. “Estos objetos ayudan a sobrellevar la transición, pero también es necesario aprender a soltar para sanar”, reflexionó Mayorga.
Ella misma, que había llenado su hogar en el exilio con recuerdos de Chihuahua, transformó su entorno en un espacio de gratitud, no de nostalgia. “No hice un altar para llorar”, dijo.
El ejercicio abrió un debate necesario: ¿hasta qué punto es saludable aferrarse a esos objetos? ¿Cómo influyen en nuestra capacidad para sanar?
“Castro” también estaba allí. Había regresado de California para reunirse con su familia en Costa Rica. Contó que, con dolor, decidió enviar de vuelta a Nicaragua el manojo de llaves que había cargado desde el primer día del exilio. La policía había comenzado a hostigar a su familia y temió por ellos. Así, entregó el control de la casa a unos parientes.
Fue su forma de cerrar el círculo. De aceptar que tal vez no volverá a abrir esa puerta, pero también de dar un paso más hacia la reconstrucción de su vida. El sonido metálico de las llaves, que una vez lo acompañó como promesa, ahora es solo un eco que pertenece a otra vida.